viernes, 27 de noviembre de 2015

Conversación entre mujeres



Las escuché un sábado frente al Pabellón de Cristal en inmediaciones de la Casa de Campo en Madrid. Se sentaron a comer un bocadillo antes de entrar a la feria de creatividad y costura que se realizaba en el recinto:

–Entramos y Ana inmediatamente estaba cansada y él dijo “esto es muy friqui” le contaba la una a la otra.  

Empecé a componerme el cuadro, mientras la voz continuaba. Hablaba de una salida con su marido y sus hijas:

–Busqué un puesto que conocía y compré galletas.  Salieron a comérselas, pero luego… ¡no los encontraba!  Ni disfrutan ellos, ni disfruta uno– remató.

La otra mujer masticaba en silencio, así que siguió su relato:

–Hoy, cuando le dije que venía, me contestó: “¡ah! ¡bueno!, porque así descanso yo”.

–¡No! Te quedas con ellas. Voy sola. ¿Acaso las llevas cuando vas a tus conciertos?

Enmudece un segundo:

–Si cuando las dejo donde mi mamá ¡ni siquiera va por ellas! ¡Tienen que traérselas!

La última afirmación le da impulso a la otra voz:

–¡Y a mí que me dice que qué tanto es lo que hago!  Que salgo todo el fin de semana… ¡Y claro!, vamos a llevar a Juan a las clases de piscina y a las cosas que hay que hacer.

Hace una pausa, tal vez reflexionando, y remata:

–¡Pero si todos los días llego de trabajar a las doce de la noche! ¿Qué hago? …

Me las ingenio para observarlas de reojo.  Deben estar cerca de los cuarenta años.  Muy disímiles. La que por la voz es la madre de dos hijas, es esbelta, lleva botas, pantalón ajustado y buzo de cuello alto. Su acompañante tiende a la gordura y luce ropa ancha.

La madre de las dos niñas continúa:

–En la mañana me levanto temprano, las dejo vestidas y desayunadas antes de irme, y él va y me dice  que llevarlas al colegio lo estresa; pero por qué si a María la lleva a las ocho y Ana sólo entra a las nueve y media… ¡Tiene tiempo de sobra!

Cavila:

–Me dice que se juega la vida todos los días en la rotonda de la esquina, donde siempre se forma un atasco.

Su acompañante produce interjecciones de disentimiento, ella continúa:

–Que llegue más tarde al trabajo y las lleve yo, me dice, ¡pero si tengo que entrar a las ocho!.. Y volver al tiempo en que él trabajaba en la mañana y yo en la tarde, ¡no!, ¡de ninguna manera!, porque va a ser lo de siempre.  Cada vez que le pedía algo me decía: “Que vengo de trabajar, ¡eh¡”.

PD.  En la semana en que se inicia la campaña “16 días de activismo contra la violencia de género” promovida por Naciones Unidas.  Contra todas las violencias ejercidas sobre la mujer… las de las leyes, las de las prácticas, las de las desigualdades en virtud del género.




viernes, 20 de noviembre de 2015

Hay que mirar al cielo


Esta sobre nosotros, arriba, siempre.  Lo entendemos y lo vemos azul y así lo describimos, pero dependiendo de las condiciones atmosféricas, la altitud desde donde lo observemos, la hora,  la luz del sol, el reflejo de la tierra, puede tornarse en muchos colores, de un rosa pálido, a un rojo intenso,  de un verde suave a un verde azulado, puede ser casi blanco o blanco puro, o quizá gris, pero está encima de nosotros y allí sigue y seguirá hasta que de verdad llegue una vez el final de este planeta, pero para ello se necesitaran millones de años, y nosotros, la especie humana, sólo lleva en esta superficie un suspiro, comparado con la edad del globo terráqueo.

Así que con esta certeza, irrefutable, porque está ahí, es con la que deberíamos responder cada vez que lo aciago y, aún peor, lo apocalíptico pareciera devenir sobre nuestras sociedades y nuestras individualidades.  Mirar arriba, mirar el cielo, como los poetas y pensar que desde que la humanidad tiene razón de sí misma de forma periódica ha pensando hallarse ante el final y aún así la vida ha continuado.  

Sigue porque al mismo tiempo en que somos bombardeados por todo tipo de información que se solaza cada vez más en lo que falta que en lo que se tiene–más en la muerte, la guerra, el terrorismo, el hambre, la enfermedad, todo aquello que nos amenaza existen a diario, en todos los lugares del mundo, gestos cotidianos de solidaridad, de justicia, de generosidad, de equilibrio, de amor, que también habría que contar, o al menos, tener los ojos limpios para verlos.  Dejar que lleguen al corazón que es donde decimos que residen los sentimientos y lo entibien, porque si no moriremos de tristeza y de desolación ante lo que parecen escaladas inacabables de la falta de razón y corazón de unos pocos, porque la mayoría, la inmensa mayoría de los siete mil millones de habitantes de la tierra que somos, estoy segura de que somos distintos.

Hay que mirar al cielo.

viernes, 13 de noviembre de 2015

Para que no te pierdas en el barrio


El título es el de la última novela de Patrick Modiano, el francés que ganó el año pasado el Premio Nobel de Literatura.  Un texto de exploraciones de la memoria en el que un hombre mayor bucea en sus recuerdos para reconstruir, y entender, porque de eso se trata casi siempre, de entenderse a sí mismo o a los otros, hechos desdibujados de su infancia y primera adolescencia. 

“Siempre he estado en el barrio”, la frase, pronunciada por el hombre que atiende un café, le acelera el corazón a Daragane, el personaje adulto de Modiano, que recuerda de pronto que cuando llegó a aquel sitio siendo un niño, la mujer que lo cuidaba le dio una copia de la llave y un papel con el nombre de la calle y el número de la casa donde alquilaban una habitación.  “Si vas a dar un paseo, no te pierdas”.

Y como la literatura se alimenta de la vida, o más bien la literatura es también la vida misma, como el personaje de Modiano me pongo en las calles del barrio en el que vivo desde hace algunos años y encuentro no sin desencanto qué lejos se están quedando aquellos tiempos en los que un café, un bar, la farmacia o la tienda de la esquina eran la referencia a la que siempre podía volverse para encontrar un dato de la memoria, como Daragane. 

Los antiguos establecimientos, aquellos que conservaron las mismas fachadas, el mismo nombre, los mismos dueños o sus sucesores, desaparecen tragados por las nuevas tendencias del comercio y los nuevos no alcanzan a durar un soplo, para ser pronto reemplazados por otros, cuyos nombres nadie podría citar porque no alcanzaron a fijarse en memoria alguna.

En la calle en la que vivo cerró sus puertas antes del verano la galería en la que me cuentan que hace treinta y más años las gentes del barrio iban a comprar frutas, verduras, pescados, embutidos, atendidos siempre por personas igualmente conocidas. “Están cambiando los hábitos de compra. A las nuevas generaciones les gusta las grandes superficies”, me dijo uno de sus dueños, mientras atendía mi último pedido. 

En cinco años he visto desaparecer en las inmediaciones un restaurante en el que sus clientes habituales tomaban un whisky mientras jugaban alguna partida de cartas después de la comida, una mueblería con medio siglo y otra que parecía igual de orgullosa de sus blasones que ya anunció que se cierra, una papelería con servicios de fotocopias y de fax, modernidades a las que se fue sumando con los años, y naufragar a una pastelería cuyos empleados han tenido que recurrir a la protesta para reclamar sus derechos adquiridos por años.

Entretanto han abierto y han cerrado un locutorio, una tienda de zapatos,  otra de ropa, una panadería, tres cafeterías, una peluquería y una tintorería.   Llegaron a su vez como anuncio de los nuevos tiempos dos comercios de “soldiers” unos famosos muñecos de guerra que al parecer son adquiridos sólo por hombres adultos que es a los que veo haciéndoles fila, uno muy exitoso de venta de bicicletas, dos o tres de depilación laser y uno de cápsulas de café.

De manera que si un antiguo habitante del barrio quisiera bucear en su memoria, como Daragane el de Modiano, puede ser que con la dirección en el bolsillo no se pierda, pero lo que sí es seguro es que tampoco reconocería el barrio.

jueves, 5 de noviembre de 2015

Nayla viaja a Londres


Lo hará a las nueve de esta noche en un vuelo de bajo costo que abordará en Barajas, Madrid, y la depositará dos horas más tarde en Gatwick, uno de los cinco aeropuertos de la capital británica. Nayla no habla inglés pero ya tiene estudiado el plano de la terminal sur y sabe con exactitud cuál es el pasillo y la puerta que la conducirán al sitio donde debe tomar un autobús local para ir hasta la estación Victoria.  Allí la espera su hija, con quien pasará los cuatro días siguientes.

Nayla está tan entusiasmada con su viaje como nerviosa por el desconocimiento del idioma, aunque a priori resolvió el problema.  Durante el vuelo, se agenciará la manera de entablar conversación con personas hispanoparlantes para resolver posibles problemas de entendimiento que tenga al desembarcar. Los ojos le brillan cuando me lo cuenta. Y yo pienso que temeridad no le falta.  La misma que tuvo hace quince años cuando llegó a España con sus dos hijos, pequeños, y otros tantos que le habían encargado.  Antes de ese viaje, su vida se reducía a Bogotá, la ciudad donde vivía, Ibagué la capital de su departamento, y San Luis, el pueblo donde nació. 

En estos años ha visto crecer a sus hijos que ahora mismo buscan la manera de hacerse sitio en la vida.  La niña es hoy una mujer que trabaja en Londres a tiempo que estudia y perfecciona su inglés con el ánimo de ingresar allí a una universidad.  El niño es un joven que hace su primer año de estudios universitarios.  Nada que ver con Nayla que tuvo que ganarse la vida desde muy niña como empleada del servicio doméstico en casas de Ibagué y Bogotá.

Para que esto haya sido posible, Nayla ha tenido que dar muchas batallas personales,  como las que tenemos dar todos, con la diferencia de que el sistema en este lado del mundo funciona más a su favor.  La educación para sus hijos hasta terminar el bachillerato fue pública y gratuita, la orden de alejamiento de un marido maltratador fue expedita y el trabajo no le ha faltado, aunque encontrarlo se ha hecho difícil en un país con un índice de paro superior al veinte por ciento.  Tiene un contrato de medio tiempo con una empresa que presta servicios de limpieza a la seguridad social y siete casas en las que trabaja por horas para limpiarlas. Eso sí, corre mucho.  Aún con ello, a veces, los fines de semana hace y vende empanadas por encargo.

Nayla puede atender tantos trabajos porque cuenta con un sistema de transporte eficiente que le permite desplazarse con prontitud, pagando un abono mensual con un precio fijo, y llegar hasta su casa, ubicada en un municipio que está a trece kilómetros del centro de Madrid.  Vive en un quinto piso y en su vivienda, alquilada, dispone de tres habitaciones, dos baños, cocina, salón comedor y terraza.  Por supuesto, realquila una habitación para ayudarse.

Y esta noche se va  Londres.  Va a visitar el Museo Británico y el de Ciencias Naturales, cuyas entradas son gratuitas; y su hija obtuvo hora por Internet para contemplar la ciudad desde el Sky Garden que tiene bares y restaurantes, que podrían ser vedados para su poder adquisitivo, pero también jardines de acceso libre.
 
Nayla se va a Londres porque vive en un mundo de mayores oportunidades y más equitativo en el acceso a ellas, a pesar de lo cual se sienten pasos de animal grande que intenta hacerle retroceder lo que ha avanzado en derechos y bienestar. Entretanto, en el otro medio mundo sus ciudadanos mueren en el sueño y en el empeño de alcanzar alguna vez Estados equitativos, garantes de los derechos, e impulsores del bienestar general, ¡como los que se están perdiendo!