María José, mi sobrina, que
va a la universidad, me comparte muchos de los textos que lee para sus clases,
lo cual es una fortuna para mí.
Tengo así la excusa perfecta para participar de lejos de su formación y
para mantener el pensamiento aceitado, con engrases distintos a los de la
literatura que son los que más elijo. Hace unas semanas me pasó El Estado y la Revolución
de Lenin. Días antes me había
mandado una entrevista a Noam Chomsky.
El argumento central de la
obra de Lenin, alimentada en textos de Marx y Engels, es el de la desaparición
del Estado, como fuerza represora de la sociedad capitalista, para dar paso a
un nuevo mundo de seres libres, felices y sin estado, en palabras simples. Un mundo en el cual cada quien recibiría
lo suyo en función de sus necesidades y retornaría a la sociedad según sus
capacidades. Un sueño que para
realizarse necesitaría pasar al menos por un estadio, el de la dictadura del
proletariado; oportunidad histórica que se dio en la extinta Unión Soviética,
luego del triunfo de la revolución bolchevique, con las consecuencias
conocidas. Un régimen totalitario, burocrático y genocida con Stalin,
conservando lo de totalitario y burocrático para los que le siguieron.
En la entrevista a Chomsky
encontré una afirmación que me recordó a Norman Mailer, escritor estadounidense
como el mismo Chomsky, cuando dijo que el último presidente con poder para un
gobierno real en ese país había sido Jimmy Carter. Dice Chomsky: “El
nuestro es un país de un solo partido político, el partido de la empresa y de los negocios, (las negritas son
mías) con dos facciones,
demócratas y republicanos”.
Fue entonces cuando pensé en
la cuestión del Estado, “ese poder nacido de la sociedad, pero que se pone por
encima de ella”, como lo definió Engels.
Me llama poderosamente la atención que cuando se trata de contar con
grandes masas al servicio de un ideario político y económico, ideologías
opuestas como lo son el comunismo y el capitalismo en su máxima expresión –que es este neoliberalismo salvaje, que pretende
devorarnos– ambas se metan con la existencia de los estados.
El comunismo lo planteó en
su teoría política e inició el ensayo fallido de la extinción del estado en lo
que fue la URSS. El
neoliberalismo, sin que lo haya puesto en textos sesudos como los de Lenin, lo
está ejecutando desde hace decenios cuando empezó a propalarse la idea de que
los estados con sus entes burocráticos retardaba el crecimiento de los
pueblos. Estados más pequeños y
más eficientes reza el postulado;
y, no lo explicita, pero también más débiles.
Empezó a imperar entonces la
idea de que es necesario contar con estados más livianos en los que su clase
política se centre sólo en gobernar y deje en manos de los privados las tareas que –en su voracidad capitalista– se consideran no esenciales: administrar los recursos naturales, el
agua y la energía, la educación, la salud, las empresas de servicios públicos, etcétera.
Entretanto, mientras se
privatiza “lo no esencial”, la idea de la política como el gobierno de la polis
–de la ciudad para buscar el bien común– va sufriendo una distorsión en la que se asume como
trabajo y acceso al poder, y no como servicio. La política ejercida como profesión, y no como vocación, con
el resultado final de que pone a los gobiernos al servicio de los negocios y de
las empresas.
¿Y dónde queda el Estado? ¿Cómo orientamos “ese poder nacido de la sociedad, pero que se pone por encima de
ella”? ¿Dejamos, como sociedad que
somos, que desaparezca para convertirnos al final en simples empleados de mega corporaciones
mundiales e interplanetarias? ¿Relegamos a esos entes sin cabeza ni corazón
nuestro poder individual, que sumado da poder social? O ¿rescatamos este poder para
fortalecer instituciones jurídicas y políticas, en cada uno de los territorios
y poblaciones que forman un estado, de manera que tengamos gobiernos
organizados, fortalecidos y representativos de una sociedad que se quiere
justa, equilibrada, activa y participante?
No puedo dejar de pensar que
si el Estado tiene tantos enemigos es porque muy seguramente es la mejor forma
de organización que conocemos y la democracia, aunque imperfecta, la mejor
manera de llevarlo adelante. Y
para mejorar la democracia lo que se necesita es educación –para que las personas vivan y actúen en consciencia– y participación para que se hagan sentir en los
organismos que las representan.
Los seres que piensan, y se piensan, siempre serán más libres.
En mi país, España, ahora no hay gobierno pero hay muchos aspirantes a gobernantes, y muchos intereses detrás de cada uno.
ResponderEliminarY me temo que al final pesarán más esos intereses que nuestra voluntad plural expresada en las urnas.
O sea que casi que me alegra que en mi país aún no haya gobierno.