El 24 de julio fue un viernes destinado
a no olvidarse ni en la vieja Europa ni en la joven América. Europa conoció con las primeras luces
del día el veredicto de los habitantes del Reino Unido en las urnas: querían
irse de la Unión Europea después de haber apostado por ella desde 1973, como uno
de los socios fundadores de la Comunidad Europea, precursora de la actual. En la joven América, que despierta unas
horas más tarde, el sol salió para alumbrar un acontecimiento de esperanza: el
anuncio del fin del conflicto en Colombia con las Farc, la guerrilla más
antigua del continente.
No se necesitaron más de veinticuatro
horas para que en el Reino Unido empezaran a escucharse las voces de
descontento por lo que había pasado: los viejos decidieron por los jóvenes,
muchos reconocieron ante las cámaras de televisión que votaron por la salida
sólo porque tenían rabia, tampoco sabían cuáles eran las consecuencias reales de
su decisión. Que los europeos no
querían sus teteras inglesas y que la Unión les imponía el tamaño de los
plátanos y de los pepinos que se comían, habían sido para muchos razones –expuestas
por los políticos–
suficientes para ir a las urnas a decir que se querían ir. Votaron también en contra de los
inmigrantes, pero votaron especialmente contra estos allí donde no los hay.
En Colombia ni siquiera se había llegado
al momento del anuncio del fin del conflicto cuando ya le habían salido
enemigos al proceso. Voces apocalípticas como las de Álvaro Uribe Vélez y
Alejandro Ordóñez se relevan para anunciar todos los males juntos, fuego eterno
piden para un país que se desangra desde hace más de medio siglo en una de sus
guerras internas, la de las Farc contra el establecimiento. Más fuego claman, a sabiendas de que
este es un proceso que recién empieza y que pese al desarme y desmovilización
de una de las guerrillas, aún nos queda otra, la del ELN; y que, junto a la paz
con las guerrillas, tenemos que trabajar por la paz social que implica guerra,
eso sí, guerra feroz contra la corrupción, contra las bandas criminales, contra
las desigualdades que campean y que son las principales generadoras de este
país que vivimos.
Uribe y Ordóñez anuncian el fin del
mundo porque tienen intereses propios y mezquinos, tantos como los de Cameron
que se comprometió a un referendo para salvar un problema propio e interno en
su partido y los de Boris Johnson, exalcalde de Londres, con pretensiones de
primer ministro. Cameron que quería
pasar a la historia, va a pasar pero no como lo soñaba; menos de seis horas después del
resultado en las urnas hizo pública su dimisión a partir de octubre,
reconocimiento explícito de su fracaso, y Johnson, que en su afán de poder no
había calculado lo que se vendría, retiró su nombre de la lista de aspirantes a
primer ministro.
Ahora los ciudadanos del Reino Unido, es
decir de Escocia, Gales, Irlanda del Norte e Inglaterra, recogen firmas por
Internet o se manifiestan en las calles para pedir un nuevo referéndum que
reverse el del 23 de julio.
Quieren regresar a la Unión – de la que aún no se han ido (el proceso
dura dos años)– unos porque no querían irse desde el principio y otros porque han descubierto que actuaron engañados por
los anuncios mentirosos de políticos populistas.
En Colombia vamos a ir a un plebiscito
para refrendar la paz con las Farc.
Y leo cómo, de manera peligrosa, en esta lucha de polarización que vive
el país, incitada de manera abierta por hombres como Uribe y Ordóñez –que
en el colmo del cinismo llaman a la resistencia civil contra el fin del
conflicto, es decir, contra el fin de las muertes y las masacres en los campos
colombianos, contra el fin de las violaciones de mujeres y hombres, contra el
fin de los desaparecidos y de los desplazados y de los falsos positivos– pretenden volver el plebiscito un referéndum de aceptación a Santos o a Uribe.
No, los colombianos no vamos a ir a las
urnas a votar por ellos. Vamos a ir a decir que queremos y nos merecemos vivir
un país en el que no haya miedo de caminar por sus campos, de navegar por sus
ríos, de cultivar sus tierras, de disfrutar sus ciudades. Que votamos la paz porque queremos conocer
qué es eso de morir de viejos y no de bala, o de bomba; que queremos vivir un
país donde sus presupuestos y nuestros impuestos estén destinados a la salud, a
la educación, a la infraestructura, y no a la guerra y a sus acólitos, que serían
los únicos que seguirían ganando si se impusiera el no a la paz, porque a todos
los otros nos seguirían quedando los muertos, como hasta ahora, y las heridas
en el corazón.
Ojalá que votemos Sí, no sólo en los
campos y en las geografías heridas sino también en las capitales y el corazón
andino, el que está más lejos de la guerra, para que al día siguiente del
plebiscito no amanezcamos como tantos ingleses, asustados de su voto,
amedrentados por las consecuencias que no pensaron, queriendo devolverse porque
votaron engañados.