viernes, 13 de octubre de 2017

¿Dejaremos que Colombia sea solo un país de criminales?

Leo, estupefacta, que un grupo que se llama a sí mismo autodefensas gaitanistas de Colombia, emitió un comunicado en el que amenaza con asesinar a diez personas, algunas de ellas, ignoro si todas, sobrevivientes de la Unión Patriótica, grupo político que fue exterminado hace ya tres decenios, sin que hasta ahora haya habido castigo para los responsables.

Los conminan a dejar su militancia política y a abandonar el país, de lo contrario los sentencian a morir.

Mi estupefacción no nace del que puedan hacerlo.  Se cuentan en cientos, que son miles, los asesinatos cometidos con toda la sevicia y la crueldad que habita en estos seres desalmados; en miles los desaparecidos, en cientos los masacrados, en millones los desplazados.  Así que no me queda duda alguna de que puedan añadir más sangre a la lista interminable de los muertos.

No, mi estupefacción nace de pensar que podamos permitirlo.  Que vayamos a dejar que se repita, otra vez, como en un círculo infernal, la rueda eterna de muerte en que vivimos.

Me niego a creer que en Colombia sean más los malos que los buenos.  Que de tanto vivir entre la sangre tengamos una mente pervertida.  Que la indiferencia nos habita y que vayamos a permitir, como en una condena eterna, un nuevo baño de sangre.

Me niego a ver que la amenaza es primero titular de prensa y luego noticia diaria que va dando cuenta de los muertos sin que la sociedad entera se levante, en todas las ciudades, en todos los pueblos, en todos los caseríos, para decir que basta ya, que nos cansamos de la muerte impuesta por los dueños de las armas y sus pseudo-ideologías, disfraces patéticos de sus intereses económicos y de sus mentes criminales.

Me niego a aceptar la inoperancia de las instituciones que deberían demostrar con hechos, como la captura de los cabecillas y miembros de las tales autodefensas gaitanistas, que de verdad están comprometidas con la paz, y que esta no es un discurso muerto.

Quiero creer que en toda Colombia nos estamos levantando y rodeando a cualquier persona amenazada, sin importar qué piense, donde milite, qué color tenga, para decir que no podrán matarla porque de permitirlo, una vez más, estamos matando la esencia misma que nos hace humanos.

Quiero creer que somos capaces de romper las cadenas del odio, que tanto proclaman unos; y también el cerco de la indiferencia que nos mantiene al margen cada vez que amenazan y asesinan a alguien porque consideramos que eso le pasó al vecino pero no a nosotros.

Quiero saber que Aída, Jahel, Gabriel, Felipe, Pablo, Nixon, Josefa, Ivanovich, Andrés y Pavel, a quienes no conozco, están acompañados, rodeados de gente que los cuida, porque si los tocaran a ellos es como si nos tocaran a nosotros mismos; y que, por encima de la equidad y del equilibrio social, empezaremos a rescatar el primer derecho fundamental: el de la vida, del que se desprenden todos los demás, y el quinto mandamiento, que ojalá fuera el primero: No matarás.  Todo lo demás, vendrá después.



miércoles, 23 de agosto de 2017

A las putas también las violan*

No se de fútbol y menos de sus celebraciones, pero según leí el equipo Santa Fe de Bogotá celebró en enero pasado una victoria, ¿obtuvo una copa quizá?  La fiesta oficial fue en un hotel del norte de la ciudad y a ella fue invitada una mujer que trabaja como prostituta, bajo una modalidad que en Colombia se conoce como prepago.  Nombre que engloba servicios que son también de compañía.  Se trata de mujeres de buen cuerpo y presencia, que no desentonan en ocasiones como esta, una fiesta de celebración.

El periódico El Espectador, que destapó el escándalo, que ya era comidilla en los medios deportivos, da cuenta de la versión de la víctima:  fue contratada para tener sexo con un jugador, prestó sus servicios, cobró y bajó al salón para continuar en la fiesta.  Pero allí tuvo una nueva oferta y subió otra vez a una habitación donde se encontraba con quien la contrató cuando se abrió la puerta y entraron seis hombres más, a los que el contratante invitó: “Háganle, aprovechen”, y aunque ella, que estaba desnuda, se negó, fue abusada por los seis.  

Desconozco la manera hilada en la que se dieron los hechos, pero lo cierto es que además de violada, a la mujer le hicieron conejo:  el jugador que la contrató y que invitó a sus colegas a disfrutar de su “adquisición” no le pagó.  Lo cierto es que la mujer puso una denuncia y en ella narró que los abusadores le hicieron daño.  No por puta una violación no duele.

Leo en otro periódico una entrevista a una mujer de una asociación de prostitutas. No sabe si su colega continuará con la demanda o no.  Deja entrever que quizás si pagan los servicios, ésta podría ser retirada.  Están tan confundidas ellas y, sobre todo, ella, la víctima, como deben estarlo muchos de los que han leído la noticia.

¿Si es prostituta no hay violación?  No, porque es su trabajo, deben estar diciendo muchos.  Y ella misma parece está cayendo en la trampa.  Es decir, además de vejada, confundida.  Y hasta asustada, porque dicen que salió del país y se encuentra en España.

Pero no, no es así: una violación se presenta cada vez que una persona es sometida a un acto sexual sin su consentimiento, aunque su trabajo sea el de puta. Y esto es lo que pasó aquí.  La mujer hizo un contrato verbal de trabajo para atender a un cliente, no a seis, y se negó a tener relación con la media docena que abusó de ella. Luego, fue violada.  No hay discusión al respecto. No hay lugar a confusión. No admite excusas.

Y los violadores deben ser castigados y no ovacionados. La violación cometida por estos seis jugadores es un delito y un delito mayor, que debe ser juzgado y castigado; no hay lugar ni al silencio ni a la impunidad porque estos hombres salen a las canchas a disputar partidos y se convierten en referentes. En estilos de vida que otros, los que integran las masas que los siguen, quieren imitar.  ¿Hay algo más peligroso? …

Sí. Que no haya justicia. Que la mujer se quede con las secuelas de la violación masiva y los seis violadores sigan siendo aplaudidos en los estadios.  Tan peligroso como la permisividad con aquellos a quienes consideran “astros”, así no den más que asco, es la falta de justicia, y el silencio.


*Mi hermana me dice que no use la palabra puta, pero la dejo porque creo que retrata exactamente lo que una sociedad hipócrita piensa sobre el trabajo que ejercen estas mujeres sin preguntarse si eligieron este ejercicio con libertad, si es la miseria o el abandono lo que las empuja a ello o si, peor aún, son meras víctimas, prisioneras de los carteles de trata de blancas.

martes, 27 de junio de 2017

Enterrar a los muertos

Joaquina* morirá en el dolor de no haber enterrado a su hijo desaparecido.  La imagen me llega en un momento de una entrevista. Y entonces me devuelvo a lo que he leído: Cuando el homínido empieza reconocerse, descubre la muerte.  El que está a su lado deja de ser carne comestible.  Algo pasa cuando el cuerpo se queda quieto para siempre, y eso aterra e interroga.  Surgen, entonces, los enterramientos como un primer indicio de la consciencia humana ante ese fenómeno que le hace descubrir, en el muerto, un otro.

Los homínidos entierran a sus muertos.

Pero Joaquina, y miles como ella, en Colombia, no han podido enterrar a los suyos, porque sus muertos, sesenta mil seiscientos treinta personas, están desaparecidos.  Sus cuerpos nunca fueron encontrados.  Y al dolor de la ausencia, se añade el dolor de no saber dónde quedaron, dónde están sus restos, porque vivos ya no los van a encontrar.

Leo un testimonio, uno entre decenas, recogidos por la periodista Claudia Palacios en su libro Perdonar lo imperdonable.  El que habla reconoce no cientos sino miles de víctimas, unas cuatro mil, y también que muchas de esas víctimas nunca van a ser encontradas porque los cremaron o los hicieron pedazos y se deshicieron de ellos en los ríos.

El contexto es aterrador.  Son las autoridades las que les sugieren que hagan algo porque los regueros (la palabra es mía) de cadáveres atraen la atención, los medios publican, y no les quedará alternativa distinta a investigar, y tendrían que llegar a capturarlos. 

“Los amigos del DAS y la Sijín nos dijeron que no dejáramos a la gente por ahí botada sino que la despedazáramos y la desapareciéramos porque sino ellos iban a tener que investigar y dar con los responsables, o sea, con nosotros” confiesa a la periodista.

La solución, a este grupo en específico, les llega cuando ven los hornos de una ladrillera.  Empiezan entonces las cremaciones.  Aquellos a quienes asesinaron nunca podrán ser encontrados, nunca visitados en sus tumbas, nunca reconocidos en su desaparición porque, también es sugerencia de las  autoridades, pueden decir que se fueron a Venezuela.

Todo es perverso, desvirtuado, inhumano. 

Porque Colombia está convertido en un país enconado, con dos únicos mandamientos: “¡Matarás! “, y “Todo se hará en beneficio de los pregoneros de la muerte”.

Así es como nos sueñan los sacerdotes del odio.

*Sandoval Ordóñez Marbel (2017) Joaquina Centeno. Medellín: Sílaba Editores.



martes, 18 de abril de 2017

Charco fratricida

Una amiga me escribe una nota porque leyó mi novela Joaquina Centeno. Me dice que lloró con ella, igual que con la anterior, y me pregunta cuándo voy a escribir novelas que no sean tristes y también que cuándo voy a escribir novelas donde cuente las tropelías de las Farc. Por supuesto, estamos hablando de Colombia.

Me cuenta que a un socio de su hermano lo siguen extorsionando los mismos tipos a los que les paga desde hace once años, y que ella misma, hace unos días, estuvo tratando de frenar un paro contra una petrolera auspiciado por un movimiento social pero que sus dirigentes resultaron ser guerrilleros que bloquean las operaciones para extorsionar.  Me dice que la información se la suministraron los presidentes de las Junta de Acción Comunal que compiten con ellos, los instigadores, “para lograr alguna dádiva del petróleo”.

Entiendo que detrás de las palabras de mi amiga hay un mensaje: existe una guerrilla a la que no se puede perdonar. Y yo pienso que ojalá todo fuera tan simple, de simplísimo, con unos buenos y otros malos.  Todo en términos de claro y oscuro. Nada de matices.  Pero no es así.

Sé que a cientos de niños se los llevó la guerrilla de manera forzada, cientos más se fueron engañados y otros cientos ilusionados porque no había –y no existe aún– un Estado que les garantizara una vida en la que tuvieran acceso a lo elemental: salud, educación, alimentación, vivienda digna.

Sé que en él Urabá de los noventa para muchos de los jóvenes que terminaban el bachillerato su mejor opción laboral era integrar los cuerpos paramilitares que les ofrecían un salario por encima del mínimo.

No he cerrado los ojos ante un país donde la guerra, irregular, pero guerra, se ha vivido también como una oportunidad laboral –y esto incluye a los soldados profesionales–; al mismo tiempo en que muchos hicieron de la delincuencia un submundo del que no quieren salir.

Tampoco ignoro que toda esta amalgama se aderezó con el narcotráfico que hizo del dinero fácil una cultura que atraviesa nuestra sociedad en todos sus estratos.  Corrompió la sal.

Surgieron y se alimentaron de esta cultura los que siguen extorsionando y se llaman a sí mismos guerrilleros, autodefensas, representantes de los pueblos allí donde el Estado nunca ha estado y tiene poco interés en estar. Territorios vedados que –sin sorpresa de nadie – existen no solo en regiones alejadas sino en el corazón mismo de las ciudades. Son los que le piden dinero al socio de su hermano, los que quieren frenar una obra, los que delinquen, chantajean y matan, y para mejor hacerlo se atribuyen nombres y propósitos que ellos llaman nobles.

Pero ahí no termina todo. No es tan fácil,  no es tan simple. Es
mucho más complejo en un país donde los gobernantes han usufructuado el poder a su favor y se han olvidado de quiénes los llevaron allí, y para qué.
Un país donde la guerra hace parte de intereses que enriquecen y aprovechan unos pocos, mientras los muertos los ponen los demás.  

Aderezados con el narcotráfico, narcotizados con la cultura del dinero fácil, atizados con el fanatismo de los instigadores del odio, enlodados en la corrupción que impide dar pasos de animal grande para salir de la endemia que arrastramos, nos resulta más fácil, eso sí resulta fácil, cultivar resentimientos que encontrar salidas.


Atados a la barbarie, esa que unos pocos –pero que disponen de altavoces– quieren prolongar, parecemos imposibilitados de reconocernos en lo que somos y, reconociéndonos, decidir de una vez, y ojalá para siempre, que queremos construir una sociedad nueva y lúcida, con mucha memoria que nos sirva de espejo para no seguir en el eterno charco fratricida en el que se ha convertido Colombia.