martes, 18 de abril de 2017

Charco fratricida

Una amiga me escribe una nota porque leyó mi novela Joaquina Centeno. Me dice que lloró con ella, igual que con la anterior, y me pregunta cuándo voy a escribir novelas que no sean tristes y también que cuándo voy a escribir novelas donde cuente las tropelías de las Farc. Por supuesto, estamos hablando de Colombia.

Me cuenta que a un socio de su hermano lo siguen extorsionando los mismos tipos a los que les paga desde hace once años, y que ella misma, hace unos días, estuvo tratando de frenar un paro contra una petrolera auspiciado por un movimiento social pero que sus dirigentes resultaron ser guerrilleros que bloquean las operaciones para extorsionar.  Me dice que la información se la suministraron los presidentes de las Junta de Acción Comunal que compiten con ellos, los instigadores, “para lograr alguna dádiva del petróleo”.

Entiendo que detrás de las palabras de mi amiga hay un mensaje: existe una guerrilla a la que no se puede perdonar. Y yo pienso que ojalá todo fuera tan simple, de simplísimo, con unos buenos y otros malos.  Todo en términos de claro y oscuro. Nada de matices.  Pero no es así.

Sé que a cientos de niños se los llevó la guerrilla de manera forzada, cientos más se fueron engañados y otros cientos ilusionados porque no había –y no existe aún– un Estado que les garantizara una vida en la que tuvieran acceso a lo elemental: salud, educación, alimentación, vivienda digna.

Sé que en él Urabá de los noventa para muchos de los jóvenes que terminaban el bachillerato su mejor opción laboral era integrar los cuerpos paramilitares que les ofrecían un salario por encima del mínimo.

No he cerrado los ojos ante un país donde la guerra, irregular, pero guerra, se ha vivido también como una oportunidad laboral –y esto incluye a los soldados profesionales–; al mismo tiempo en que muchos hicieron de la delincuencia un submundo del que no quieren salir.

Tampoco ignoro que toda esta amalgama se aderezó con el narcotráfico que hizo del dinero fácil una cultura que atraviesa nuestra sociedad en todos sus estratos.  Corrompió la sal.

Surgieron y se alimentaron de esta cultura los que siguen extorsionando y se llaman a sí mismos guerrilleros, autodefensas, representantes de los pueblos allí donde el Estado nunca ha estado y tiene poco interés en estar. Territorios vedados que –sin sorpresa de nadie – existen no solo en regiones alejadas sino en el corazón mismo de las ciudades. Son los que le piden dinero al socio de su hermano, los que quieren frenar una obra, los que delinquen, chantajean y matan, y para mejor hacerlo se atribuyen nombres y propósitos que ellos llaman nobles.

Pero ahí no termina todo. No es tan fácil,  no es tan simple. Es
mucho más complejo en un país donde los gobernantes han usufructuado el poder a su favor y se han olvidado de quiénes los llevaron allí, y para qué.
Un país donde la guerra hace parte de intereses que enriquecen y aprovechan unos pocos, mientras los muertos los ponen los demás.  

Aderezados con el narcotráfico, narcotizados con la cultura del dinero fácil, atizados con el fanatismo de los instigadores del odio, enlodados en la corrupción que impide dar pasos de animal grande para salir de la endemia que arrastramos, nos resulta más fácil, eso sí resulta fácil, cultivar resentimientos que encontrar salidas.


Atados a la barbarie, esa que unos pocos –pero que disponen de altavoces– quieren prolongar, parecemos imposibilitados de reconocernos en lo que somos y, reconociéndonos, decidir de una vez, y ojalá para siempre, que queremos construir una sociedad nueva y lúcida, con mucha memoria que nos sirva de espejo para no seguir en el eterno charco fratricida en el que se ha convertido Colombia.